27 de junio de 2018

LA GRAN TORMENTA

Odio la arena. La aborrezco.

Cuando era pequeña tenían que llevarme en calcetines a la playa, si no, en cuanto tocaba un granito de esa masa deforme, estallaba en un llanto que avergonzaba incluso a los desconocidos. Nunca he entendido ese afán que tienen los niños, y algunos adultos, de rebozarse en ella hasta parecer croquetas; enterrarse casi por completo como si fuesen un cofre, y creer que es divertido lanzársela comenzando una guerra insospechada. Después llegas a casa y la encuentras en zonas del cuerpo donde su presencia debería estar prohibida.
El mar es otro tema. 

Adoro su olor, tan puro y profundo. El sonido del agua rompiendo en las rocas es embriagador, me hipnotiza de tal forma que podría estar horas observándola. Y eso hago. Vigilo las olas desde las rocas más altas y veo cómo chocan en el bajo de la escollera. La espuma se alza triunfante, como en una cerveza bien tirada, apoderándose de cada rincón desprevenido. De vez en cuando me alcanza, dejando a su paso un recuerdo fresco y salado. Después desaparece, se retira igual de rápido que ha venido, permitiendo que llegue la siguiente. Lo que más me gusta es la marejada, observar la ferocidad del gran océano, tan previsible y a la vez traicionero. Pero cuando más disfruto es en plena tormenta. No cualquier tormenta, esas veraniegas en las que parece que el mundo se acaba y el Apocalipsis está un paso más cerca. Cuando el cielo se encapota y los relámpagos se convierten en la única fuente de luz. Mar y cielo se confunden en un espectáculo azulado, interrumpido entre flashes intermitentes y su propia banda sonora, digna de un premio Óscar. Sin previo aviso, la lluvia lo inunda todo; dulce y salado se enzarzan en una danza coordinada, encontrando un momento de paz, un conformismo mutuo. Allí, en el horizonte, se observa un mundo distinto, nuevo y desconocido. Uno donde la naturaleza es libre y rauda, donde nada ni nadie importa. Y así, en el sofá de la terraza, manta en mano, soy testigo de la grandeza de la que es capaz la tierra, de la imponente tormenta que denota el fin del verano.

Sólo cuando cree que hemos tenido suficiente, la lluvia mengua y los rayos se alejan. Los truenos resuenan cada vez más lejanos, restaurando la calma que los ha precedido. El agua se aquieta, tanto que sus olas apenas rompen en la orilla, guiadas por tenues rayos de sol que asoman tímidos entre los nubarrones deshechos. Yo, sin moverme, sigo recordando la maravilla de luz y sonido que he presenciado, la que veo cada año, la que consigue evadirme de todo y me deja con ansias de disfrutar de la siguiente.

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