21 de marzo de 2018

UN JUEGO INOCENTE

- ¿Es en serio? -Ríe Ángela burlona. 
- ¿Acaso tienes miedo? –La pincha Nico.
- ¿Yo? Por favor…

Trata de restar importancia a la situación con un gesto despectivo, pero en sus adentros, muy agarrado a las entrañas, hay un “no se qué” dejándole un regustillo amargo en la boca. Es el primer finde que tienen de libertad después de los exámenes, y el grupo entero ha aprovechado para perderse en una casa rural a varios kilómetros del mundo civilizado. La excusa que han dado en casa es que necesitaban airearse, un par de días para relajarse y desconectar del mundo. ¿La verdad? Necesitaban un lugar apartado donde montar la fiesta madre con alcohol, drogas y todo lo que se tercie. Lo llevan haciendo desde primero de carrera, y ahora que es su último año, no podían faltar a esta tradición tan arraigada.

- Bueno, qué, ¿os animáis o sois demasiado cobardes?

Nico sigue mofándose de todos, con la tabla agarrada fuertemente en una mano y un vaso, sucio y desvaído, en la otra. Hace apenas dos minutos que ha apurado su quinto cubata. Los chicos se ríen, haciéndose los valientes delante de las chicas, chocando sus copas osadamente. Ellas tampoco quieren parecer cobardes, sólo unas pocas se hacen las asustadas. Algunas por puro teatro, otras por verdadero pavor. Es complicado eso del más allá. Ángela siempre ha tenido sus dudas, ¿creer o no creer?, esa es la cuestión. Tampoco le hace mucha gracia, ha escuchado historias… Sacude la cabeza. Son mentiras, y teniendo en cuenta cómo son sus amigos, esto será una treta, una broma con la que reírse unos de otros. Alejandra se acurruca junto a Marcos, que le pasa un brazo por la cintura, orgulloso de poder ser su protector. Le susurra algo al oído y ella ríe tontamente, asintiendo como si aquel tablero fuera una bomba, y no una mísera tabla de madera. El resto, más o menos organizados, se van colocando en círculo, posando sus miradas escépticas en aquel vasito de chato.

- ¿No podías encontrar uno limpio, tío? –Critica Salva, cogiendo el vaso con asco.
- Haz el favor y no lo toques, ¿quieres? Que te llevarás toda la energía –Replica Nico.
- Energía dice… -Salomé pone los ojos en blanco- Ni que tuvieras la mínima idea de cómo funciona esto. Todos sabemos que lo vas a mover tú, estas cosas no existen.
- ¿Sí, listilla? –La reta Nico- ¿Acaso no será eso una excusa para no jugar? Las tías sois unas cagadas.
- Cierra el pico, anda –Salomé le planta cara y se coloca a su lado, posando un dedo sobre el vaso- ¡Vamos! –Ordena mirando al resto de chicas, que la obedecen sin rechistar.

Nico se aclara la garganta dramáticamente y pasa su mirada por cada uno de sus amigos, parándose más de lo normal en Ángela. Si la asusta lo suficiente, seguro que se la puede tirar, llevan tonteando un par de meses y se muere por verla desnuda. Desnuda y gimiendo. El silencio se apodera de la habitación. Todos miran a Nico expectantes, esperando que él tome las riendas.

- ¿Hay alguien aquí? –Silencio. El vaso sigue inmóvil- ¿Hay algún espíritu que quiera comunicarse con nosotros?

Se miran unos a otros, tragando saliva pesadamente, alguno que otro dando un trago mal disimulado a su bebida. Ángela mira a Alejandra, tanto ella como Marcos sudan a raudales y se observan con cierto temor. Su amiga siempre ha sido muy susceptible para este tipo de cosas, cree que los espíritus nos rodean y pueden poseernos. Patrañas. Las historias que circulan por ahí tienen explicaciones lógicas y razonables. No es más que pura ciencia.

Las luces centellean sobre sus cabezas y todos miran arriba.

- Esto no me gusta… -Dice Alejandra
- ¡Shh! –La hace callar Nico- ¡Muéstrate!

Y el vaso sale disparado hacia un lado del tablero. Rodando y rodando sin parar, como una ruleta de casino, sin encontrar sosiego, sin freno. De una esquina a otra, de un lado a otro, y de ahí al número ocho, siempre al ocho. Ángela traga saliva, todos observan a Nico aterrados, que tiene la cara desencajada. Las luces se apagan y todos gritan, pero el vaso no para. ¡No para! Ni siquiera pueden despegar los dedos de él. Una oleada de frío les envuelve y Ángela siente algo a su lado. Justo a su lado. La angustia se apodera de ella, el miedo calándole en cada una de sus células.

- ¡Deberíais ver vuestras caras! –Ríe Nico de repente, soltando el vaso y haciendo volver la luz con un mando que lleva en la mano- ¡Sois unos cagados, os lo habéis tragado!
- ¡¡CAPULLO!! –Le gritan casi al unísono.

Todas las miradas se fijan en él, acusadoras y asustadas. Ángela se levanta de un salto y les da la espalda, tiene ganas de vomitar. El terror de pensar que había algo allí con ellos, de que un espíritu, un alma perdida, podría haber encontrado el camino hasta su mundo y quedarse con ellos… Era imposible, ¿no? ¿Podría ser verdad? ¿Existirían? Sería un peligro invisible, uno contra el que no se puede luchar, contra el que da igual la defensa, no hay ninguna posible. La cabeza le da vueltas y las ansias de volver a casa se apoderan de ella. ¿Para qué habrá tenido que ir a la maldita excursión? Este año ni siquiera le apetecía. No deberían haber jugado a aquél estúpido juego, y mucho menos estando borrachos. ¿A quién se le ocurre? Al gilipollas de Nico, por supuesto. El silencio sepulcral que reina a su alrededor no es bueno, nadie habla. Cuando vuelve la vista atrás, todos observan aterrorizados el vasito de chato moverse a través del tablero sin ayuda de nadie. Ya lo oyó en una ocasión, no hay que jugar con los espíritus, mucho menos burlarse de ellos. Al acercarse consigue captar la última palabra que deletrea aquel inofensivo vasito: “Morid”. Los gritos y chillidos se entremezclan entre cuatro paredes perdidas en una lejana montaña. 

Nunca se encontraron los cuerpos, sólo un tablero manchado de sangre.

13 de marzo de 2018

ESCARCHA


La escarcha cubría toda superficie alcanzable. La noche se avecinaba impasible y el frío era cada vez más intenso. Los farolillos indicaban el camino hacia la entrada, donde cientos de calabazas habían sido talladas para decorar el exterior de la mansión. El interior no se quedaba atrás, la señora Lockwood lo planeó con suma cautela, ni un detalle se le había escapado. Por algo era una de las fiestas más esperadas del año. Era Halloween de 1912, y todavía estábamos afectados por la muerte de mis padres a bordo del Titanic. Debido a sus deudas, la herencia fue ínfima, y mis tíos, los señores Lockwood, me acogieron como a un hijo más. El cambio no fue tan drástico, ya hacía unos meses que vivía con ellos por los negocios de mi padre.

- Querido, deberías ayudar a Lady Mary.

Mi tía me abordó mientras observaba a los sirvientes esperar a los carruajes. Formaban una hilera perfecta, con bandejas de plata repletas de copas a rebosar, helados y desesperados por entrar al calor del hogar. Me daban lástima. Pero más me la daba el pensar que ese podría haber sido yo.

- Por su puesto, tía.

Asentí obediente y me acerqué al familiar carruaje, donde el chófer ya había abierto la puerta. Una delicada mano enfundada en un guante negro tomó la mía. Su penetrante mirada era increíble, escondía un millón de opiniones, cientos de secretos, pero a la vez conservaba la serenidad digna de una dama. Lady Mary me asombraba, me hipnotizaba, hasta tal punto en que no era capaz de diferenciar la realidad de los sueños cuando ella se encontraba cerca. Sabía de buena tinta que me tenía en estima, yo mismo me había ocupado de cultivarla a lo largo de todas sus visitas, pasar de ser un mero conocido a alguien con quien querer compartir su tiempo a diario.

- Buenas noches, Lady Mary -Sonreí- Como siempre, está preciosa. 

Ella rió alegre, dispuesta a tomar el cumplido. Lucía un hermoso vestido de terciopelo verde y gasa. Su cabello negro recogido en varias trenzas que se entrelazaban entre sí, creando un laberinto que muy pocos podrían resolver.

- Veo que sigue tan encantador como siempre, señor Westerfield -Bajó del carruaje y tendió su abrigo al primer sirviente que apareció- Su tía se ha superado en esta ocasión, la casa está preciosa.
- Como cada año, Lady Lockwood quiere impresionar a todos sus invitados.

Una vez dentro, le ofrecí una copa de Champagne, observando cómo la bebida le coloreaba las mejillas. Bailamos alrededor de las velas durante horas, sin apenas darnos cuenta de cómo el salón rebullía de vida y alegría. Los hombres fumaban pipa y bebían Bourbon; las damas, en general más risueñas y discretas, hablaban entre susurros. Otros muchos daban vueltas alrededor de la pista, con la banda tocando sin descanso una canción detrás de otra. Los sirvientes iban y venían con bandejas colmadas de comida y bebida, tan pronto llegaban se marchaban vacías. Era el paraíso. Un paraíso al que no quería renunciar. 

A lo lejos, nuestras miradas se cruzaron. Ella me miró dubitativa, yo sonreí, tratando de infundirle seguridad.

- Discúlpeme, Lady Mary, debo ausentarme unos minutos -Ella tomó otra copa burbujeante y ladeó la cabeza divertida.
- Por supuesto, señor Westerfield -Se acercó a mi oído- Pero no tarde, a una dama no se la debe hacer esperar, y mucho menos a la suya.

Tragué saliva con fuerza, sonrojado. De repente la chaqueta me sobraba. Me repuse en unos segundos y sonreí con seguridad. Lady Mary me guiñó un ojo y las dudas me acecharon como los vendedores ambulantes en la calle. Se metieron en mi cabeza, gritándome, oprimiéndome. Las acallé momentáneamente, tomando una copa de cristal, tallada con el más mínimo detalle, llena de Borgoña. Me la acabé casi de un trago, sintiendo el calor expandirse por mi cuerpo. Salí afuera, asegurándome de que no había miradas indiscretas que pudiesen seguirme. Allí estaba, junto a la fuente, detrás de unos arbustos invisibles desde de la casa. Sus ropajes eran sencillos, su mirada cristalina, sus ilusiones al alza. El cabello rubio le caía por los hombros, la tenue luz anaranjada de las calabazas a nuestro alrededor le daban un aura fantasmagórica, quizás angelical. El alcohol que rodaba por mis venas me confundía. Sonrió al verme aparecer, con el colgante que le regalé hacía un año en el cuello.

- Olivia -Dije distante.
- Jonathan. Creí que no vendrías.

Me abrazó con calidez, con amor. ¿Cómo hacerlo?¿Cómo renunciar al lujo en que se había convertido mi vida? Me criaron como a un chico sencillo, de clase media, uno que debía dedicarse a la abogacía, quizás regentar algún negocio. Pero el traslado, y la consecuente muerte de mis padres, me habían abierto un mundo nuevo. Toda una esfera de posibilidades. Mi tío, por el aprecio que le tenía a su hermana, mi madre, me daría tierras y un oficio si vivía con respecto a sus estándares. Si no le decepcionaba. Y Olivia… Olivia era un problema. Nos veíamos en secreto desde hacía un par de años, acordamos casarnos. El colgante que relucía en su cuello era la prueba. Un gesto de mi amor, de nuestro compromiso. Sin embargo…

- El plan sigue en pie, ¿verdad? -Dijo entusiasmada. Habíamos acordado escapar esa noche, casarnos en algún lugar remoto y comenzar una vida juntos. Le prometí que Halloween de 1912 sería el día en que todo cambiaría, en que seríamos felices.
- Olivia… -¿Cómo romperle el corazón sin hacerle daño?¿Cómo hacerle entender que ya no era suficiente?

Yo la amaba, de verdad que sí. Pero me amaba más a mí mismo. A la vida que tenía, a la que Lady Mary y mis tíos podían ofrecerme. Alguien me llamó a lo lejos, sin darme opción a responder, sin darme tiempo a una excusa, a una explicación. Olivia me besó en la mejilla, todavía esperanzada por la promesa que hice hace tanto tiempo.

- Nos vemos aquí antes de medianoche, como acordamos. Es nuestro momento, Jonathan. Te quiero.

Y así se despidió, corriendo a través de los arbustos para que el intruso no nos viese juntos. Lady Mary apareció de la nada, con su hermosa sonrisa, su abrigo de visón y dos copas en la mano.

- Mi querido señor Westerfield, cualquiera diría que está usted tratando de esconderse de mí.
- Ni mucho menos, Lady Mary. Nuestra noche sólo ha comenzado -Me tendió una de las copas y brindamos entre risas.

Tomó mi brazo y echamos a andar hacia la casa. Sólo me giré una vez, antes de atravesar la puerta acristalada. La silueta de Olivia se confundía en el jardín, entre las calabazas, las falsas telarañas y las velas negras y blancas. No podía renunciar a mi vida, a mi futuro. Me despedí en mi cabeza, disculpándome de antemano porque no iba a aparecer, porque la dejaría sola, con la promesa de nuestro amor congelándose junto a la escarcha.

6 de marzo de 2018

LA CHICA DE LA VENTANA

La veo desnuda todas las noches. Lo hace a propósito.

Primero enciende las luces, después abre las cortinas. Alzo la mirada sin pretenderlo. No quiero mirar, pero me provoca. La veo a través de la ventana, sólo unos metros nos separan. Frío cristal que me aleja de ella. Siempre ocurre a la misma hora. Hoy no será distinto. Saco la cena del horno y voy a la mesa. Consulto el reloj: tres, dos, uno... La joven hace su aparición. Descorre las cortinas con elegancia, mostrándome su esplendoroso cuerpo. Quién pudiera perderse en esas curvas. No está sola. Rara vez lo está. Siempre va con una o dos personas. Lo mismo da hombre que mujer. 

Tomo el primer bocado, el pollo está seco. 

Un chico la agarra por los hombros y la empotra contra el vidrio. Su trasero queda pegado al cristal, sus manos se pierden por el cuerpo del desconocido. El manoseo sigue hasta que termino de comer. Van al sofá y siguen su juego. Observo atento, ella quiere que lo haga. Lo sé. De repente nuestras miradas se cruzan. Sonríe relamiéndose el labio superior, provocándome. Me levanto con brusquedad de la silla y me aparto de su campo visual. Sabe que la miro y le encanta. Sin pensarlo, vuelvo a asomarme. Gime entre los brazos de aquel hombre que con cada embestida parece querer desconyuntarla. Casi puedo escuchar sus gritos. Dejo el plato en el fregadero y me siento en el sofá, a oscuras. Tengo el mejor asiento para el espectáculo. 

Desconozco su nombre, su ocupación, su edad o sus gustos. Aun así, siento que algo nos une. La veo cuando cocina y cuando come, cuando ríe y cuando llora, sé su horario a pies juntillas y las posturas que más le gustan cuando folla. ¡Y cómo folla...! ¿Y si voy a su casa? ¿Me reconocerá? ¿Me invitará a pasar? Me acerco a la ventana. Conozco su mirada lasciva, me busca con inquietud, con ansiedad contenida. Enciendo la lamparilla y la observo con atención, sus ojos me encuentran y me dedican los últimos gemidos. Sus pechos danzan arriba y abajo, sube una pierna al sofá y el hombre la sigue embistiendo.

Apoya la cabeza en su pecho y el desconocido guía sus dedos con manos expertas. Desde lejos veo sus piernas temblar, sus fuerzas flaquean, toda ella se convulsiona preparada para llegar a la meta. El hombre también está cerca, acelera las penetraciones y sus caricias se vuelven más intensas. En el último segundo, la muchacha me busca.

Sólo cuando me encuentra se deja perder por el orgasmo.