En la penumbra apenas si llegan a verse las caras. El atronador silencio que los envuelve no es más que el augurio de un mal presagio. Respiraciones entrecortadas, ansiedad que se palpa, sólo la intermitente luz de emergencia rompe con la monotonía de hace más de cuarenta minutos. Nadie ha hablado por el interfono. Nadie ha puesto en marcha el ascensor. Desde los disparos que han escuchado hace ya tanto tiempo, nada ha interrumpido el agobiante sosiego. Cuatro desconocidos, cada uno en una esquina. Cuatro secretos, guardados en lo más hondo de sus conciencias. Ninguno debería estar hoy en la oficina, los han llamado a última hora.
Carmina observa un punto lejano. Dobla las rodillas, sentada en una de las esquinas. Antes de marcharse les ha dicho que las quería, como cada mañana, como cada día. Aunque esté enfadada lo dice. En su mente evoca una y otra vez el despertar junto a su mujer, Mónica. Los besos intercambiados, las risas matutinas. Una despierta a su hija mientras la otra prepara el desayuno, que comen las tres juntas. Carmina se lleva a la pequeña al colegio, que le queda de camino, y Mónica se marcha por el otro sentido. Ha sido una mañana como otra cualquiera, como otra de tantas. Y ahora, aquí está. Encerrada en el ascensor que tantas veces ha tomado, solo que esto no tiene nada de normal. A saber lo que está ocurriendo ahí fuera. ¿Por qué no se oye nada? ¿Por qué nadie les ha rescatado? ¿Por qué habrá aceptado ir a trabajar en su día libre? Al menos ha destruido los archivos antes de irse…
Eduardo se aprieta contra la pared con tal fuerza que está a punto de fundirse en ella. Observa nervioso hacia todos lados. No ha abierto la boca en los cuarenta y cinco minutos que llevan de encierro, aunque tampoco lo ha hecho el resto. Ansioso, enreda y desenreda sus dedos. Van a morir. Lo sabe. Lo presiente. Es el primer día en meses que sube en un ascensor, siempre toma las escaleras. Odia la tecnología: lo sigue, lo controla, lo encierra… Se centra en inspirar y espirar, como le ha indicado su psicólogo en tantas sesiones. Desde el incidente nunca ha vuelto a ser el mismo. La ansiedad se le acumula en el pecho, lo ahoga, le aprieta como si cadenas de acero se cerniesen sobre él. Debió haber cogido las escaleras, debió haberse quedado en su casa, o al menos coger su amuleto de la suerte… Quiere gritar, pero no puede. Va a morir. Lo sabe.
Laura, con los ojos cerrados, tararea canciones para sí misma. En su mente van pasando una detrás de otra, sin descanso, sin pausa. Necesita alejarse de ahí, y ya que no puede hacerlo con su cuerpo, al menos lo hará con su mente. Saldrá de esta, en peores asuntos está implicada… Aprieta los ojos con fuerza y piensa en esta noche, tiene una cita, y el sábado otra. Todavía es joven, tiene mucho por vivir. “No te estreses”, piensa, “Esto es como en las películas, no nos va a pasar nada. Seguro que sólo es un robo, y en cuanto tengan lo que quieren nos dejan ir”. Se repite el mantra una y otra vez, respirando cada vez más tranquila. Ya tiene planeado el modelito para la noche, y mañana quiere ir de compras para estrenar algo nuevo el sábado. Aferra con fuerza el móvil sin cobertura, con el corazón bombeando desenfrenado. Su madre la acompañará.
Diego se abraza conteniendo las lágrimas. El nudo del pecho apenas le deja respirar. Los disparos que han escuchado antes de que el ascensor parase han instalado el pánico en lo más profundo de su ser. ¿Habrá heridos? ¿Muertos? ¿Seguirán allí los intrusos? Se abraza con más fuerza y deja escapar un tenue sollozo, y pensar que en la caja fuerte está la clave de todo… Sólo quiere estrechar a su hijo. Su niño. Lo abrazó anoche con fuerza, antes de dejarlo en casa de su ex mujer, la bruja que le quiere arrebatar la custodia. Pretende llevárselo a Rusia. ¿Qué narices se le ha perdido tan lejos? Él no cederá. Va a luchar hasta que la muerte se lo impida, y reza porque ese día no haya llegado hoy. No puede dejar este mundo sin haber besado una vez más a su hijo, sin decirle que le quiere, sin contarle un cuento antes de dormir y asegurarle que no hay monstruos debajo de la cama…
Un estruendo repentino los obliga a mirar arriba. Pasos. Los cuatro desconocidos siguen en silencio, temerosos de abrir la boca y a la vez esperanzados por si alguien viene en su ayuda. Una puertecilla se abre sobre sus cabezas, y la luz de una linterna los deslumbra. Los cuatros entrecierran los ojos, sorprendidos por la repentina claridad que les impide ver quien sujeta el aparato. La figura salta al interior tan grácil como una gacela, irguiéndose en el centro, enfocando de nuevo a cada uno de los ocupantes tirados en el suelo. Pronto se dan cuenta de que no han ido a salvarles, y los cuatro se aprietan más contra la pared, esperando encontrar un refugio improvisado. Cada uno en su cabeza se pregunta por qué, de todos los días del año, les han llamado en su día libre para trabajar. ¿Casualidad?. Los cuatro tienen mucho que esconder, cada uno con sus razones, cada uno con sus demonios. La persona del centro se acerca a una de las esquinas sonriendo satisfecha, aunque nadie más que ella se percata.
- Te estábamos buscando -Es una mujer. Habla serena, ilusionada, como quien encuentra el tesoro que tantos años ha anhelado.
Sin previo aviso saca una pistola, apunta y dispara. Esta vez todos gritan, al menos los tres que quedan vivos. Con el eco del disparo todavía en sus oídos se incorporan de golpe, tratando de alejarse del cadáver sangrante. Un tiro en la cabeza, rápido y limpio. Creyentes o no, lanzan súplicas al cielo, no quieren ser los próximos.
- ¡Hecho!
La mujer desaparece tan rápido como ha venido, por el mismo hueco por el que ha entrado. Cierran la portezuela y en apenas unos minutos el ascensor vuelve a estar en marcha. Los tres supervivientes se miran a través de las lágrimas que empañan sus ojos.
¿Por qué aceptaron trabajar en su día libre?
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