27 de junio de 2018

LA GRAN TORMENTA

Odio la arena. La aborrezco.

Cuando era pequeña tenían que llevarme en calcetines a la playa, si no, en cuanto tocaba un granito de esa masa deforme, estallaba en un llanto que avergonzaba incluso a los desconocidos. Nunca he entendido ese afán que tienen los niños, y algunos adultos, de rebozarse en ella hasta parecer croquetas; enterrarse casi por completo como si fuesen un cofre, y creer que es divertido lanzársela comenzando una guerra insospechada. Después llegas a casa y la encuentras en zonas del cuerpo donde su presencia debería estar prohibida.
El mar es otro tema. 

Adoro su olor, tan puro y profundo. El sonido del agua rompiendo en las rocas es embriagador, me hipnotiza de tal forma que podría estar horas observándola. Y eso hago. Vigilo las olas desde las rocas más altas y veo cómo chocan en el bajo de la escollera. La espuma se alza triunfante, como en una cerveza bien tirada, apoderándose de cada rincón desprevenido. De vez en cuando me alcanza, dejando a su paso un recuerdo fresco y salado. Después desaparece, se retira igual de rápido que ha venido, permitiendo que llegue la siguiente. Lo que más me gusta es la marejada, observar la ferocidad del gran océano, tan previsible y a la vez traicionero. Pero cuando más disfruto es en plena tormenta. No cualquier tormenta, esas veraniegas en las que parece que el mundo se acaba y el Apocalipsis está un paso más cerca. Cuando el cielo se encapota y los relámpagos se convierten en la única fuente de luz. Mar y cielo se confunden en un espectáculo azulado, interrumpido entre flashes intermitentes y su propia banda sonora, digna de un premio Óscar. Sin previo aviso, la lluvia lo inunda todo; dulce y salado se enzarzan en una danza coordinada, encontrando un momento de paz, un conformismo mutuo. Allí, en el horizonte, se observa un mundo distinto, nuevo y desconocido. Uno donde la naturaleza es libre y rauda, donde nada ni nadie importa. Y así, en el sofá de la terraza, manta en mano, soy testigo de la grandeza de la que es capaz la tierra, de la imponente tormenta que denota el fin del verano.

Sólo cuando cree que hemos tenido suficiente, la lluvia mengua y los rayos se alejan. Los truenos resuenan cada vez más lejanos, restaurando la calma que los ha precedido. El agua se aquieta, tanto que sus olas apenas rompen en la orilla, guiadas por tenues rayos de sol que asoman tímidos entre los nubarrones deshechos. Yo, sin moverme, sigo recordando la maravilla de luz y sonido que he presenciado, la que veo cada año, la que consigue evadirme de todo y me deja con ansias de disfrutar de la siguiente.

6 de junio de 2018

AMOR SIN PREAVISO

Con un sonido parecido al de un tiro, el corcho escapa disparado hacia el techo. La espuma sale a borbotones del Moët&Chandon y ambos ríen por el espectáculo. Rellenan sus copas con la maestría digna de un sumiller, y brindan con promesas e ilusiones del amor recién estrenado. Hoy hace un año que se conocieron. Un año desde que él pasase con la bicicleta tan cerca de ella que la tirase a la gran fuente en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Tras un breve enfado, y unas pocas risas, se intercambiaron los números.  

Ella juró no volverse a enamorar, las heridas del pasado eran tan recientes que todavía supuraban. Él se consideraba un alma libre, un picaflor que no creía en el compromiso. Ambos rehuían abrir su corazón, desconocían que la vida nos cambia los planes conforme se le antoja. Él quedó prendado de sus ojos marrones, de aquella sonrisa, de las pecas que surcaban sus mejillas. Ella se encandiló con sus labios carnosos, su piel olivácea y su cabello rizado. Él, galante y caballeroso, quiso ayudarla a salir del agua, disculpándose una y otra vez. Ella, orgullosa y altanera, rechazó el ofrecimiento con la cabeza bien alta y el grito en la boca. “¿¡Es que estás ciego!? ¿Acaso no mirabas por dónde ibas? ¡Tanto carril bici que hay ahora y tienes que venir a tocar las narices aquí abajo!”, le recriminaba. “Joder, si te vas a poner así por un poco de agua…”, respondió él lanzándose a la fuente. Eso la hizo callar, asombrada por la idiotez de aquél desconocido. Se hundió por completo antes de incorporarse con una gran sonrisa. “¿Ves? ¿A que no era para tanto? Ahora estamos igual”. Ella, todavía asombrada, no pudo hacer otra cosa más que echarse a reír. 

Siguen juntos desde entonces.

Poco les importa lo que opine la gente, que sean tan distintos no es un inconveniente, más bien una virtud. Ella es vegetariana, deportista y marchosa; él es el despiste personificado, adora enfrascarse en una buena novela y salir a cenar los sábados por la noche. Son tan diferentes que entre ellos funciona. Porque se quieren. Porque desde el primer día encontraron en la otra persona a su mitad perdida, a su “alma gemela”. Él la ayudó a sanar, y dónde antes había heridas, ahora ni siquiera hay cicatrices; a su lado aprendió que era posible acostarse cada noche sin lágrimas en los ojos. Ella le ayudó a volver a hablar sin miedo a ser juzgado o despreciado; al fin encontró a alguien que le daba el espacio y tiempo que necesitaba, siempre con una sonrisa en los labios. 

Durante la cena rememoran los nervios de las primeras citas, el pavor de conocer a la familia y ser aprobado por los amigos; las peleas y las reconciliaciones, las alegrías y las penas. Han tenido más de un altibajo, y varios desafíos que han sabido superar juntos. Un año puede parecer poco tiempo para conocer a una persona, pero cuando estás tan seguro de que es la adecuada, un año es más que suficiente. La observa en silencio, está preciosa. Charla del día que ha tenido en la oficina, y cómo sus jefes la presionan para que entregue el artículo a tiempo. Lleva el cabello recogido a un lado y da pequeños sorbos a su burbujeante copa; le encanta la manía que tiene de darle vueltas en cuanto la deja sobre la mesa. Nunca ha estado tan seguro de amar a alguien tanto como ahora.

- Amanda –La interrumpe. Ella alza la mirada.
- Lo siento, lo he vuelto a hacer –Se muerde el labio y sonríe culpable- ¿Cómo te ha ido el día?

A veces no se da cuenta y habla demasiado de sí misma, pero eso a él no le importa lo más mínimo, al contrario. Sonríe convencido de lo que quiere hacer. ¿Qué más da que se conozcan de hace tan poco? ¿A quién le importa el “qué dirán”? A la mierda sus amigos, que creen que está loco por querer pasar el resto de su vida al lado de aquella chica que tanto le ha cambiado la vida. Se levanta y se acerca, hincando una rodilla en el suelo, dispuesto a entregarle el corazón por completo, seguro de que ella le corresponderá, de que lo cuidará con todo el cariño del mundo. 

- Amanda Dueñas –Saca una cajita de terciopelo del bolsillo, ¿cómo puede algo tan pequeño contener tanta ilusión y esperanza?

Ella abre los ojos con espanto cuando le toma la mano. “Por el amor de Dios. No, no, no, no”, piensa horrorizada. Siente espasmos en el brazo, y un deseo vehemente de retirarlo con brusquedad se apodera de cada una de sus células. ¡Si sólo se conocen desde hace un año! ¿Acaso se ha vuelto loco?

- Sergio… -Pero él no la deja hablar.
Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. –Dice emocionado- Se que suena cursi, a frase hecha, pero no por eso deja de ser verdad. No por eso pierde significado. Gracias por quererme tal como soy, con todas mis manías y mis cambios de humor, por aguantarme cuando tengo los días más negros y hacerme ver que no debo conformarme, que valgo mucho más de lo que a veces pienso. Te quiero, te amo. Quiero que compartamos cada desayuno, cada colada y cada insufrible tarea de casa. Ansío despertar cada mañana a tu lado, decorar nuestro hogar con el paso de los años y perdernos durante horas en el IKEA hasta encontrar el mueble perfecto para el salón o el dormitorio. –Ella asiente nerviosa, con la sonrisa congelada entre los labios carmesíes- Acepto cocinar siempre dos comidas y dos cenas distintas e intentar mejorar mi memoria de pez. –Ríen sin pretenderlo, ese tema les ha llevado más de una pelea- Prometo reservar de una vez en ese restaurante que tanto te gusta y ser tu héroe con cada bicho que se cuele en casa. ¡Incluso podemos adoptar un gatito de esos peludos que tanto adoras!

Abre la cajita y Amanda le observa embelesada, se lleva una mano al corazón.

- Amanda, mi amor…

Está loco, rematadamente loco. Tiene la virtud de convertir cualquier momento en algo especial y único. Sujeta el pequeño objeto entre sus dedos, que brilla bajo la luz del techo. Es el momento, quiere hacerlo, dar el gran paso y compartir a su lado cada trivialidad de su día a día. Carraspea nervioso, con el metal en su temblorosa mano.

- ¿Quieres vivir conmigo?

18 de mayo de 2018

LOS HOMBRES NO LLORAN

Dicen que los hombres no lloran.

Acaricio el frío ataúd, blanco. Cierro los ojos y todavía la veo corriendo hacia mí. Sonrisa en la cara, rubor en las mejillas. La ilusión flotando a nuestro alrededor. No me dio tiempo a pararla, no pude impedirlo. La impotencia que siguió fue insoportable. Gritos, horror. Sirenas a lo lejos. Su mano agarrada con fuerza a la mía esperando la ambulancia. 

Ha ocurrido, pero me niego a asimilarlo. 

La miro. No es ella. Ya no. Un desgarrador sollozo escapa de mi pecho. Jamás volveré a sentir el roce de su piel contra la mía, esos besos furtivos robados entre clases, enredar mis dedos en su cabello o ahogarme en aquellos ojos que tanto se asemejaban al océano. Alargo una mano, dispuesto a acariciarla una vez más, sólo una. Me reprimo. Doy la vuelta y salgo de la iglesia. No lo soporto. Una horrible opresión quiere partirme en dos. Me abrazo con fuerza, tratando de recomponerme. Lo único que podría hacerlo son sus brazos, y nunca me envolverán de nuevo. Con lo que hemos luchado…

Miro al horizonte. ¿Cómo puede el mundo seguir adelante? El cielo se tiñe de rosa, azul y amarillo, entremezclados en un torbellino que embellece este espantoso momento. Le encantaba el atardecer. Me lo dijo el primer día, tendida en mi cama. La luz iluminando su rostro, el pecho desnudo que subía y bajaba con cada respiración. Esa noche acordamos no enamorarnos. ¡Qué poco sabíamos entonces! Dos personas dispuestas a romper las reglas y seguir el juego de la vida. Guiados por la adrenalina de lo prohibido, creímos ser capaces de controlar nuestros sentimientos. Ilusos.

Abro la boca para decirle algo, pero la vuelvo a cerrar. Ya no está conmigo.

Las lágrimas se deslizan por mi cara, formando regueros que me queman allá por donde pasan.

2 de mayo de 2018

PLACER PROHIBIDO


Manos desconocidas recorren mi cuerpo. Busca mis labios y enredamos nuestras lenguas en un beso húmedo. La música apenas me deja pensar, pero esto no se piensa, se disfruta. El placer prohibido de acariciar la piel de un desconocido, de sentir sus labios en el cuello, sus dientes atrapándome tras un reguero de besos. Tengo la piel de gallina, estoy cachonda y sólo una mirada me confirma que él también. Ni siquiera me acuerdo de su nombre, y poco o nada sabemos el uno del otro. ¿Y qué? La conexión ha sido instantánea. Es liberador disfrutar de una locura en plena noche veraniega. Su mano baja lentamente por mi falda hasta que encuentra la piel de mi muslo. Suspiro ante su tacto y le muerdo el labio con ganas. Un gesto de cabeza, casi imperceptible, es todo lo que necesitamos. Sin soltarme la mano me guía por las callejuelas hasta su hotel. En el ascensor me atrapa en una esquina. Su lengua invade mi boca sin piedad. ¡Joder, como besa! Baja las manos hasta mi trasero, manoseándolo entre apretones. Ambos debemos contenernos para no arrancarnos la ropa allí mismo, aunque admito que el morbo de poder ser pillados me enciende todavía más. Me coge a horcajadas sin despegar nuestros cuerpos, sin dejar de acariciarme. Las puertas se abren, me deja en el suelo y corremos a la habitación.

Con lentitud comedida me da la vuelta, apartándome el cabello. El primer beso me hace estremecer, el segundo gemir y con el tercero me aferro a su pelo para que no pare. Apoyo la cabeza en su pecho, exponiendo mi cuello, dejándolo a su disposición. Los besos siguen, bajando hasta el hombro y rehaciendo su camino. Con cada suspiro tengo más calor, más ansias, más necesidad. Juguetea con sus labios por mi piel, que arde en deseos de seguir siendo explorada. La tranquilidad con que baja la cremallera de mi vestido y se entretiene para quitarlo me desquicia sobremanera, mi deseo se dispara, ansiando tenerlo ya entre mis piernas. Yo no soy tan delicada con su ropa. Me lanza sobre la cama y estampa su boca contra la mía. Nos convertimos en un manojo de manos, piernas, gemidos y susurros. Busco su pecho y llego hasta el vello que, descarado, asoma por la cinturilla de sus abultados calzoncillos. Acaricio sus muslos, con los dientes le bajo la ropa interior hasta liberar su erección. El gutural gemido que escapa de su pecho me pone todavía más cachonda. Sin previo aviso, me empuja hacia arriba, reteniéndome los brazos por encima de la cabeza. Se coloca sobre mí, está al mando. Baja su mano libre hasta la copa del sujetador, liberando mis pechos. Gimo con el roce de su lengua en mi pezón, con el doloroso placer de sus dientes jugueteando entre mi bulto rosado. Mientras tanto su mano sigue bajando por mi estómago, la cintura, la cadera… Me mira y sonríe pícaro, adentrándose en mi ropa interior, que espera desesperada el roce de sus manos, el beso de sus labios, el vaivén de su lengua. Gimo con cada giro, con cada dedo que se adentra en la humedad de mi piel. Quiere que sufra, me estremezca, que suspire y disfrute. Le gusta el juego, y a mí me está volviendo loca. Me dejo llevar. Baja mis braguitas y su lengua se apodera de mi sexo. Con dedos seguros juguetea en mi interior. Sus labios recorren mi cuerpo, su barba roza mi piel y su lengua es una experta en la materia. Me agarro a las sábanas con fuerza, retorciéndome de gusto. Tiro de su cabello, buscando con ímpetu el roce de sexos, mi sabor en sus labios. Ahora tomo yo el mando. Beso su pecho, dejando un reguero de saliva en el camino hacia su erección, ansiosa por conocerme. No defraudo. Sus suspiros de placer son un chute de adrenalina y mis manos y cabeza se mueven con ímpetu, seguras. Con mimo, mi lengua recorre cada centímetro de su piel eréctil. Me subo a horcajadas, apartándome el cabello de la cara, y lo recibo con brusquedad. Le siento dentro. Grito de gozo y me dejo perder con cada embestida. Con cada postura. Con cada roce y cada caricia. Sus dedos saben cómo moverse, dónde insistir y cómo hacerlo, no es ningún novato. Sonrío. Nos mezclamos entre gritos y gemidos, risas y ruegos. Disfrutamos de la libertad y la lujuria, jugando, dándonoslo todo el uno al otro. Nos dejamos llevar entre la pasión de nuestros cuerpos encendidos antes de caer rendidos, cubiertos en sudor y algo más. Respiramos con dificultad, todavía envueltos en el calentón del bar, en la magnífica sensación de haber disfrutado como nunca con un completo desconocido. Apoyándose en su codo me observa en la penumbra. Se muerde el labio, relamiéndose provocativo, sin apartar su mirada. Me besa con pasión a la vez que vuelvo a estar húmeda, a la vez que siento su erección revivir, a la vez que el deseo vuelve a atraparnos entre sus redes. Me guiña un ojo antes de perderse entre mis piernas, con su lengua y sus manos haciendo magia como nunca antes la han hecho.

18 de abril de 2018

DESCONOCIDOS


En la penumbra apenas si llegan a verse las caras. El atronador silencio que los envuelve no es más que el augurio de un mal presagio. Respiraciones entrecortadas, ansiedad que se palpa, sólo la intermitente luz de emergencia rompe con la monotonía de hace más de cuarenta minutos. Nadie ha hablado por el interfono. Nadie ha puesto en marcha el ascensor. Desde los disparos que han escuchado hace ya tanto tiempo, nada ha interrumpido el agobiante sosiego. Cuatro desconocidos, cada uno en una esquina. Cuatro secretos, guardados en lo más hondo de sus conciencias. Ninguno debería estar hoy en la oficina, los han llamado a última hora.

Carmina observa un punto lejano. Dobla las rodillas, sentada en una de las esquinas. Antes de marcharse les ha dicho que las quería, como cada mañana, como cada día. Aunque esté enfadada lo dice. En su mente evoca una y otra vez el despertar junto a su mujer, Mónica. Los besos intercambiados, las risas matutinas. Una despierta a su hija mientras la otra prepara el desayuno, que comen las tres juntas. Carmina se lleva a la pequeña al colegio, que le queda de camino, y Mónica se marcha por el otro sentido. Ha sido una mañana como otra cualquiera, como otra de tantas. Y ahora, aquí está. Encerrada en el ascensor que tantas veces ha tomado, solo que esto no tiene nada de normal. A saber lo que está ocurriendo ahí fuera. ¿Por qué no se oye nada? ¿Por qué nadie les ha rescatado? ¿Por qué habrá aceptado ir a trabajar en su día libre? Al menos ha destruido los archivos antes de irse…

Eduardo se aprieta contra la pared con tal fuerza que está a punto de fundirse en ella. Observa nervioso hacia todos lados. No ha abierto la boca en los cuarenta y cinco minutos que llevan de encierro, aunque tampoco lo ha hecho el resto. Ansioso, enreda y desenreda sus dedos. Van a morir. Lo sabe. Lo presiente. Es el primer día en meses que sube en un ascensor, siempre toma las escaleras. Odia la tecnología: lo sigue, lo controla, lo encierra… Se centra en inspirar y espirar, como le ha indicado su psicólogo en tantas sesiones. Desde el incidente nunca ha vuelto a ser el mismo. La ansiedad se le acumula en el pecho, lo ahoga, le aprieta como si cadenas de acero se cerniesen sobre él. Debió haber cogido las escaleras, debió haberse quedado en su casa, o al menos coger su amuleto de la suerte… Quiere gritar, pero no puede. Va a morir. Lo sabe.

Laura, con los ojos cerrados, tararea canciones para sí misma. En su mente van pasando una detrás de otra, sin descanso, sin pausa. Necesita alejarse de ahí, y ya que no puede hacerlo con su cuerpo, al menos lo hará con su mente. Saldrá de esta, en peores asuntos está implicada… Aprieta los ojos con fuerza y piensa en esta noche, tiene una cita, y el sábado otra. Todavía es joven, tiene mucho por vivir. “No te estreses”, piensa, “Esto es como en las películas, no nos va a pasar nada. Seguro que sólo es un robo, y en cuanto tengan lo que quieren nos dejan ir”. Se repite el mantra una y otra vez, respirando cada vez más tranquila. Ya tiene planeado el modelito para la noche, y mañana quiere ir de compras para estrenar algo nuevo el sábado. Aferra con fuerza el móvil sin cobertura, con el corazón bombeando desenfrenado. Su madre la acompañará.

Diego se abraza conteniendo las lágrimas. El nudo del pecho apenas le deja respirar. Los disparos que han escuchado antes de que el ascensor parase han instalado el pánico en lo más profundo de su ser. ¿Habrá heridos? ¿Muertos? ¿Seguirán allí los intrusos? Se abraza con más fuerza y deja escapar un tenue sollozo, y pensar que en la caja fuerte está la clave de todo… Sólo quiere estrechar a su hijo. Su niño. Lo abrazó anoche con fuerza, antes de dejarlo en casa de su ex mujer, la bruja que le quiere arrebatar la custodia. Pretende llevárselo a Rusia. ¿Qué narices se le ha perdido tan lejos? Él no cederá. Va a luchar hasta que la muerte se lo impida, y reza porque ese día no haya llegado hoy. No puede dejar este mundo sin haber besado una vez más a su hijo, sin decirle que le quiere, sin contarle un cuento antes de dormir y asegurarle que no hay monstruos debajo de la cama…

Un estruendo repentino los obliga a mirar arriba. Pasos. Los cuatro desconocidos siguen en silencio, temerosos de abrir la boca y a la vez esperanzados por si alguien viene en su ayuda. Una puertecilla se abre sobre sus cabezas, y la luz de una linterna los deslumbra. Los cuatros entrecierran los ojos, sorprendidos por la repentina claridad que les impide ver quien sujeta el aparato. La figura salta al interior tan grácil como una gacela, irguiéndose en el centro, enfocando de nuevo a cada uno de los ocupantes tirados en el suelo. Pronto se dan cuenta de que no han ido a salvarles, y los cuatro se aprietan más contra la pared, esperando encontrar un refugio improvisado. Cada uno en su cabeza se pregunta por qué, de todos los días del año, les han llamado en su día libre para trabajar. ¿Casualidad?. Los cuatro tienen mucho que esconder, cada uno con sus razones, cada uno con sus demonios. La persona del centro se acerca a una de las esquinas sonriendo satisfecha, aunque nadie más que ella se percata.

- Te estábamos buscando -Es una mujer. Habla serena, ilusionada, como quien encuentra el tesoro que tantos años ha anhelado.

Sin previo aviso saca una pistola, apunta y dispara. Esta vez todos gritan, al menos los tres que quedan vivos. Con el eco del disparo todavía en sus oídos se incorporan de golpe, tratando de alejarse del cadáver sangrante. Un tiro en la cabeza, rápido y limpio. Creyentes o no, lanzan súplicas al cielo, no quieren ser los próximos.

- ¡Hecho!

La mujer desaparece tan rápido como ha venido, por el mismo hueco por el que ha entrado. Cierran la portezuela y en apenas unos minutos el ascensor vuelve a estar en marcha. Los tres supervivientes se miran a través de las lágrimas que empañan sus ojos.

¿Por qué aceptaron trabajar en su día libre?

12 de abril de 2018

SECRETOS ESCONDIDOS


La fina llovizna se transforma en pocos minutos en ligeros copos blancos. Copos que se aposentan con firmeza en cualquier superficie alcanzable. En apenas unas horas, el espesor adquiere tal magnitud que se confunde fácilmente con una gigantesca colcha, tan mullida que invita a sumergirse en ella. Sofía observa maravillada el imponente desierto blanquecino. Ansía salir con sus nuevas botas y ver si la nieve le llega hasta las rodillas, como vaticinaron la noche anterior en las noticias. Será la primera vez en su vida que sienta el agua derritiéndose en sus pantalones, que pueda lanzarse en aquél lienzo imaginario para dibujar un ángel, o construir un muñeco de nieve, en vez de conformarse con plastilina.

Sonríe ansiosa, y a la vez algo abatida.

Apenas queda un escaso mes para navidad y, por primera vez en sus veinticinco años de vida, no cenará con su familia. La despedida fue dura, pero el desasosiego que la amargaba era demasiado intenso. Quería un cambio. Lo necesitaba. Canadá fue el destino elegido. ¿Por qué? No tiene ni la menor idea. Le pareció un destino bonito, y nada que ver con Alicante, tierra que la vio nacer. Ya son siete meses y medio desde que se despidió de todos sus amigos y seres queridos, del clima y la deliciosa comida mediterránea. Casi ocho meses desde que su vida viró drásticamente, para abrazar con incertidumbre un futuro al que espera ilusionada. El cambio no la ha defraudado. Conforme los árboles cambiaban su tonalidad se redescubría a sí misma y, para cuando las hojas sustituyeron al asfalto, se encontró de bruces con una realidad inimaginable. Sus prioridades, las bases sobre las que durante años labró su futuro, cambiaron sin apenas darse cuenta.

Ahora que la nieve ha tomado el relevo a los colores del otoño, la seguridad ha desbancado a las dudas, la confianza ha desechado los complejos y el inmovilismo ha quedado rezagado. No quiere volver. Por mucho que su familia le insista. Por mucho que eche de menos a sus amigos. Tiene más claro que nunca que ha encontrado su hogar. Ahí se siente parte de un todo, se siente plena. Encaja en su recién estrenado trabajo, entre sus amistades y los cariñosos vecinos, parece una más. Nunca imaginó que esa plenitud fuese alcanzable. Siempre se creyó una extraña entre su propia gente. Quizás, y sólo quizás, deberíamos mencionar los pequeños detalles responsables de este sentimiento.

Sofía es un alma libre. Le gusta experimentar.
Sofía cree en el amor, pero no en el compromiso. Opina que nada es para siempre.
Sofía es muy suya. Independiente. Libre.
Sofía no vive sola. Comparte su vida con dos hombres desde que llegó.
Sofía lo mantiene en secreto. Nadie al otro lado del charco lo sabe.
Sofía trasnocha con sus chicos. Los vecinos los oyen.
Sofía no ha visto a nadie de su pasado en mucho tiempo. Tampoco quiere hacerlo.
Sofía no sabe que sus padres van a sorprenderla. Irán en Nochebuena.
Sofía tiene otro secreto. Lo tendrá que desvelar en cuanto vean su barriga.